Cada generación de individuos ha tenido a lo largo de la vida distintas costumbres y rituales. Las recreaciones del pasado quedaron envasados en la memoria de sus protagonistas, mientras que los de hoy (en algunos casos) se almacenan en reservorios electrónicos, nubes cibernéticas y redes sociales.
Las cicatrices de una caída en un árbol mientras se construía una casa sostenida por algunas ramas, los magullones producidos por la fricción que aparecían cada tanto en una corrida de carros a rulemanes, o una competencia de bicicletas son recuerdos que quedarán marcados en la piel y en la mente de quienes pudieron ser actores del ingenuo peligro inminente que nos rodeó sin saberlo.

Solo como espectador de las esquinas de barrios, suelo encontrar la soledad y la angustia que transmiten esos lugares de encuentros que fueron masivos entre niñas y niños. Cuesta descubrir en algún árbol el tallado artesanal con alguna leyenda que contenía el nombre del enamorado y su pretendida, un corazón bien definido y la flecha que atravesaba toda su circunferencia.
La calle fue un segundo hogar, donde poder desarrollar cada una de las fantasías, de manera solitaria o mejor aún… en compañía de los amigos
Si bien es cierto que las prácticas y rituales se fueron extinguiendo a lo largo del tiempo, el arribo de la Pandemia provocada por el Coronavirus, terminó de sepultar la extraordinaria comunión que se celebraba en esos puntos de encuentro. Los pocos resquicios que quedaban de niños reeditando anticuadas costumbres se vieron interrumpidas de manera abrupta y sin previo aviso.
Para mitigar la falta de sociabilización o el tiempo ocioso, la tecnología puesta al servicio de la humanidad, propuso que niños y adolescentes se vuelquen de manera descontrolada a los juegos electrónicos en consolas, aplicaciones online o redes sociales, donde lo virtual se transformó en un nuevo contexto natural donde el “segundo yo” (Alter ego) se puso de manifiesto para saciar la necesidad de protagonismo.
El olor a la lluvia, tierra mojada, al césped, las plantas, a la polución de la calle, el humo de una fogata, el gusto amargo de una derrota deportiva, el de la gaseosa compartida, el del primer beso o el sonido del viento, los pajaros, las tormentas, o lo más importante… la sencilla razón de compartir momentos con amigos que se pueden ver y tocar, es de alguna manera anhelar la manifestación de los sentidos, que hacen sentirnos vivos y con ganas de seguir explorando un mundo que hoy pone en veda la experiencia.
Tal vez el gran interrogante es como recibirá la calle a esos niños y adolescentes en el post pandemia. ¿Volverán las esquinas de los barrios a llenarse de vida y promover anécdotas? o el desuso prologado habrá apagado irremediablemente una de las razones sociales que la situó como un lugar de encuentro? .
Según el Dr. Fernando Torrente, Decano de la Facultad de Ciencias Humanas y de la Conducta UF, 7 de cada 10 adolescentes se encuentran angustiados por el encierro con síntomas de depresión y sentimientos de soledad en pandemia.
Es entonces la esquina o el barrio como categoría analítica en su doble dimensión simbólica – espacial que adquiere una dimensión figurada en tanto se convierte en un ámbito relacional y de producción de sentidos para los jóvenes y para la comunidad.
Ojalá el parón de la ya vieja normalidad, deje reavivar la ocupación territorial de los jóvenes en cada barrio, plaza o esquina, locaciones donde se construyen lazos de aprendizaje y se desarrolla la experiencia sensorial vital en la construcción identitaria de cada individuo.